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Del Estado de Derecho al Estado Constitucional
26 martes May 2020
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23 sábado May 2020
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América Latina, educación, educación en línea, educación virtual
23 sábado May 2020
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“[S]i no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda la enseñanza es hostil y por consiguiente infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden”.
Manifiesto de Córdoba [1]
“Por Estudios Generales la Comisión designa un ciclo educativo superior cuyo propósito es poner al alumno en condiciones de desarrollar una actitud culta general, es decir, una actitud de comprensión y asimilación del sentido de la naturaleza y la historia en las cuales está inmerso, haciéndolo capaz de apropiarse espiritualmente de los bienes culturales y de conservarlos y de acrecentarlos.
Esta actitud culta implica, como se comprende, una visión universal, pero también una comprensión científicamente fundada de la realidad nacional y de las tareas que cada miembro de la comunidad está llamado a cumplir. Una cultura personal general que se alimenta de la toma de conciencia de la propia situación humana del alumno y, a la vez, la estimula y la vigoriza, es el nervio de nuestro concepto de estudios generales. Se trata pues, no de hacer del alumno un erudito o de darle una formación enciclopédica, sino de despertar y estimular en él una capacidad general de entendimiento y valoración de la que va a nutrirse en el futuro, de acuerdo a sus disposiciones e intereses individuales, su acción ciudadana y los estudios científicos y el adiestramiento profesional que va a seguir”.
Proyecto Facultad de Estudios Generales UNMSM [2]
“Enseñar es desquiciar, sacar de quicio, acabar con seguridades que no lo son tanto. La Universidad, y no la confundamos con escuelas técnicas y profesionales, debe fomentar un auténtico e incesante quebrantar, desenmascarar cualquier sistema y doctrina, abriendo y despejando espacios nuevos para el pensar. No es casual que en los mejores momentos de su historia, la cátedra universitaria haya sido el latente enemigo del estancamiento y estabilismo intelectuales y el refugio de todo el que apuntara hacia el futuro […] El riesgo está en que se olvide el sentido mismo del desquiciamiento y la universidad se transforme en la abanderada incondicional y fanática de algún sistema o doctrina, con lo que estaría negando su propia esencia”
Juan B. Ferro [3]
“[…] Cuando a una comunidad universitaria se le pide que se justifique a sí misma especificando cuál es su función peculiar y esencial, esa función que, en caso de que esa comunidad no existiera, no podría desempeñar otra institución, la respuesta de dicha comunidad tiene que ser que las universidades son sitios en los que se elaboran concepciones y criterios de la justificación racional, se los hace funcionar en las detalladas prácticas de investigación, y se los evalúa racionalmente, de manera que sólo de la universidad puede aprender la sociedad en general cómo conducir sus propios debates, prácticos o teóricos, de un modo que se pueda justificar racionalmente. Pero esta misma pretensión sólo puede presentarse de una manera plausible y justificable cuando, y en la medida en que, la universidad sea un lugar en el que los pareceres rivales y opuestos sobre la justificación racional se les dé la oportunidad no sólo de desarrollar sus propias investigaciones, en la práctica y en la articulación de la teoría de esa práctica, sino también de dirigir su guerra intelectual y moral”
Alasdair Macintyre [4]
“Las Universidades tienen que adecuarse a formas diversas, más modernas, de organización. Sin duda alguna, si hoy tuviera que in- ventarse una universidad, el paradigma que tendría que buscarse, con sentido de responsabilidad y de futuro, así como con una visión de largo alcance, no es el de la vieja universidad, sino el de la nueva organización, el de la nueva empresa”
Luis Bustamante Belaúnde [5]
“Si hacemos la analogía entre empresa y universidad, encontraremos múltiples similitudes, pero una diferencia que particularmente me parece crucial: mientras que la primera tiene como fin último la producción de riqueza y la remuneración al capital o la ganancia para los accionistas, la segunda persigue la superación del conocimiento y la formación integral de la persona. En palabras de la Constitución: tiene como fines la formación profesional, la difusión cultural, la creación intelectual y artística y la investigación científica y tecnológica. Esta diferencia funcional, que encuentro cualitativamente distinta, me induce a pensar que las universidades de accionistas constituyen una especie extraña en el mundo universitario de nuestra civilización”
Javier Sota Nadal [6]
Fuente: http://sisbib.unmsm.edu.pe/bibvirtualdata/libros/Educacion/univer_peru/pdf/a01.pdf
23 sábado May 2020
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22 domingo Mar 2020
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inGuastini es uno de los más destacados exponentes de la llamada “Escuela Genovesa”, dedicada sobre todo a exponer una sólida teoría analítica del derecho.
Discípulo de Giovanni Tarello y de Norberto Bobbio, Guastini ha dedicado muchos de sus textos a temas de teoría general del derecho; en particular, han sido muy afortunadas sus aportaciones sobre las fuentes del derecho y sobre la interpretación de las normas jurídicas.
Desde 1997 se han traducido y publicado varios de sus textos en revistas mexicanas, lo que ha significado el punto de partida para que su pensamiento haya sido conocido y muy apreciado por los juristas nacionales. En 1999 apareció la primera edición de su libro Estudios sobre la interpretación jurídica (IIJ-UNAM, Porrúa), que en poco tiempo alcanzó una difusión muy amplia y que figura como lectura obligatoria para quienes quieren desarrollar la carrera judicial. También se utiliza en varias facultades y escuelas de derecho, por su gran claridad expositiva y por el rigor analítico con el que va exponiendo los temas que aborda.
En el 2001 se publican sus Estudios de teoría constitucional (IIJ-UNAM, Fontamara), en lo que se reúnen varios ensayos que resultan básicos para entender lo más relevantes temas del derecho constitucional de nuestros días, comenzando por el concepto mismo de Constitución, o por la relación que existe entre las normas constitucionales y las normas legales, por hacer referencia solamente a dos de los muchos temas que se abordan en esa obra. Esta obra, debido a su importancia y a la temática que aborda el autor, también ha alcanzado varias ediciones.
Esperamos que a través de internet se pueda seguir difundiendo su pensamiento entre las generaciones más jóvenes de estudiosos del derecho, pues lo que escribe Guastini es de gran interés para formar abogados cada vez más preparados y equipados con un bagaje analítico que pocos autores manejan con tanto rigor como el propio Riccardo Guastini. Ojalá los materiales que ponemos enseguida a su disposición puedan servir para lograr dicho objetivo.
Fuente: https://palestraeditores.com/brand/riccardo-guastini/
I. VARIEDAD DE USOS DEL TÉRMINO «CONSTITUCIÓN»
II. LA CONSTITUCIÓN COMO LÍMITE AL PODER POLÍTICO
III. LA CONSTITUCIÓN COMO CONJUNTO DE NORMAS «FUNDAMENTALES»
IV. LA «MATERIA CONSTITUCIONAL»
V. LA CONSTITUCIÓN COMO «CÓDIGO» DE LA MATERIA CONSTITUCIONAL
VI. LA CONSTITUCIÓN COMO FUENTE DIFERENCIADA
VII. LA CONSTITUCIÓN Y LAS (OTRAS) LEYES
VIII. LA CONSTITUCIÓN COMO FUENTE: ¿EN QUÉ SENTIDO?
IX. PODER CONSTITUYENTE
X. INSTAURACIÓN CONSTITUCIONAL VS. REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN
XI. LA LOCUCIÓN «CONSTITUCIÓN (EN SENTIDO) MATERIAL»
Para leer el libro hacer click en la imagen:
20 viernes Mar 2020
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Luigi Ferrajoli
Jurista italiano, considerado uno de los principales teóricos del garantismo jurídico
El coronavirus no conoce límites. Ahora se ha extendido a casi todo el mundo y ciertamente a toda Europa. Es una emergencia global que parece requerir una respuesta global. Podemos, por tanto, extraer dos enseñanzas de esto, que nos obligan a reflexionar sobre nuestro futuro.
La primera enseñanza se refiere a nuestra fragilidad y, en conjunto, a nuestra total interdependencia. A pesar de los logros tecnológicos, el crecimiento de la riqueza y la invención de armas, cada vez más letales, continuamos –todos, en tanto simples seres humanos– expuestos a desastres, algunos causados por nosotros mismos con nuestra contaminación irresponsable, otros, como la epidemia actual, que consisten en desastres naturales. Con una diferencia, respecto a todas las tragedias del pasado: el carácter global de las catástrofes de hoy, que afectan a todo el mundo, a toda la humanidad, sin diferencias de nacionalidad, cultura, idioma, religión e incluso condiciones económicas y políticas. Desafortunadamente, a partir de esta pandemia planetaria, se produce una confirmación dramática de la necesidad y urgencia de construir un constitucionalismo planetario: aquel propuesto y promovido por el grupo «Constituyente tierra» (“Costituente Terra”) que inauguramos en Roma el pasado 21 de febrero.
La segunda enseñanza se refiere a la necesidad de tomar medidas efectivas y, sobre todo homogéneas, ante emergencias de esta naturaleza, para evitar que la variedad de medidas adoptadas, en muchos casos totalmente inadecuadas, termine favoreciendo el contagio y multiplicando el daño para todos. Ahora, en cambio, vemos que cada país toma medidas diferentes, a veces completamente inadecuadas, como las adoptadas en los Estados Unidos e Inglaterra, cuyos gobiernos están subestimando el peligro para no dañar sus economías. Incluso en Europa, los 27 países miembros se mueven en un orden disperso, adoptando cada uno estrategias diferentes: desde las rigurosas medidas de Italia y España, hasta las más blandas de Francia y Alemania. Sin embargo, al menos en lo que respecta a Europa, la gestión conjunta de la epidemia estaría incluso impuesta por los Tratados. El artículo 168 del Tratado de Funcionamiento de la Unión, dedicado a la salud pública, luego de afirmar que «la Unión garantiza un alto nivel de protección de la salud humana», establece que «los Estados miembros coordinan entre sí, en comunicación con la Comisión, sus respectivas políticas», y que «el Parlamento Europeo y el Consejo también pueden tomar medidas para proteger la salud humana, en particular, para luchar contra los grandes flagelos que se extienden a través de las fronteras». Además, el artículo 222, titulado «Cláusulas de solidaridad», establece que «la Unión y sus Estados miembros actúan conjuntamente con espíritu de solidaridad si un Estado miembro es objeto de (…) una catástrofe natural (…)».
Fuente: El Universal. Disponible en: https://www.eluniversal.com/internacional/64387/europa-y-america-hacen-frente-a-la-epidemia-del-covid19 (Fecha de publicación: 15/03/20) |
¿Es posible que la Unión Europea pueda imponer solo sacrificios de austeridad y políticas a los Estados miembros en beneficio de los equilibrios presupuestarios, y ni siquiera medidas de salud para beneficiar la vida de sus ciudadanos? La Comisión Europea tiene entre sus miembros un comisionado de salud, otro de derechos sociales, otro de cohesión y reformas e incluso un comisionado de gestión de crisis. ¿Qué están esperando para, tomando en cuenta esta emergencia, promover, en toda Europa, y mediante disposiciones vinculantes, medidas homogéneas y efectivas destinadas a afrontarla?
Pero, además, la naturaleza global de esta epidemia confirma la necesidad –ya evidente en materia de agresiones al medio ambiente, pero ahora más visible y urgente por el terrible balance diario de los muertos y de los contagiados– de dar vida a una Constitución de la Tierra que provea de garantías e instituciones capaces de enfrentar los desafíos globales y proteger la vida de todos. Ya existe una Organización Mundial de la Salud, pero no tiene los medios y equipos necesarios para llevar las 460 fármacos que salvan vidas a países pobres, pese a que desde hace 40 años se tiene establecido que deberían ser accesibles para todos. No obstante ello, la ausencia de estos fármacos causa 8 millones de muertes cada año.
Hoy la epidemia mundial golpea a todos, sin distinción entre ricos y pobres. Por lo tanto, debería brindar la oportunidad de hacer de la OMS una verdadera institución de garantía global, equipada con los poderes y los medios económicos necesarios para enfrentar la crisis con medidas racionales y adecuadas, no condicionadas por intereses políticos o económicos contingentes, sino destinadas a garantizar la vida de todos los seres humanos por el solo hecho de ser tales.
Para este salto de civilización –la realización de un constitucionalismo global y de una esfera pública planetaria– hoy existen todas las condiciones: no solo las institucionales, sino también las sociales y culturales. Entre los efectos de esta epidemia hay una reevaluación de la esfera pública en el sentido común, una reafirmación de la primacía del Estado en comparación con las Regiones en términos de salud y, sobre todo, el desarrollo –después de años de odio, racismo y sectarismo– de un extraordinario e inesperado sentido de solidaridad entre las personas y los pueblos, que se está manifestando en la ayuda proveniente de la China, en los cánticos comunes y en las manifestaciones de afecto y gratitud, en los balcones, hacia los médicos y enfermeras, en la percepción, en resumen, que somos un solo pueblo en la Tierra, unidos por la condición común en la que todos vivimos. Quizás de esta tragedia puede nacer, finalmente, una conciencia general respecto de nuestro común destino que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y de nuestra pacífica y solidaria coexistencia.
Traducción del italiano por Pedro P. Grández
Fuente:
https://palestraextramuros.blogspot.com/2020/03/lo-que-nos-ensena-el-coronavirus.html
22 martes Ago 2017
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in22 martes Ago 2017
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in11 sábado Feb 2017
VII
Al pueblo del Estado de Nueva York:
Se nos pregunta a veces, con aparente aire de triunfo, qué causas podrían inducir a los Estados, ya desunidos, a combatirse mutuamente. Sería una buena contestación el decir: las mismas causas que en diferentes ocasiones anegaron en sangre a todas las naciones del mundo. Pero, por desgracia para nosotros, la pregunta admite una respuesta más personal. Hay causas de disensión a nuestra simple vista, de cuya tendencia, aun bajo las restricciones de una Constitución federal, hemos tenido experiencia suficiente para juzgar lo que podría esperarse si esas restricciones se suprimieran.
Las disputas territoriales han sido en todo tiempo una de las causas más fecundas de hostilidad entre las naciones. Tal vez la mayor parte de las guerras que han devastado al mundo provienen de ese origen. Entre nosotros esta causa existiría con toda su fuerza. Poseemos una vasta extensión deshabitada de territorio dentro de las fronteras de los Estados Unidos. Entre varios de ellos aún hay reclamaciones incompatibles y que no han sido resueltas, y la disolución de la Unión haría nacer otras análogas entre todos. Es bien sabido que hubo vivas y serias discusiones acerca de los derechos sobre las tierras que no habían sido adjudicadas al tiempo de la Revolución y que conocemos bajo el nombre de tierras de la Corona. Los Estados en los límites de cuyos gobiernos coloniales estaban comprendidas, reclamaron su propiedad, en tanto que los otros afirmaban que los derechos de la Corona en este punto recayeron en la Unión, especialmente por lo que hace a toda esa parte del territorio oeste que, ya sea porque la poseía efectivamente, o a través de la sumisión de los propietarios indios, se hallaba sujeta a la jurisdicción del rey de Inglaterra hasta que renunció a ella en el tratado de paz. En todo caso, se ha dicho, se trata de una adquisición hecha por la Confederación en un pacto con una potencia extranjera. La prudente política del Congreso ha consistido en apaciguar esta controversia, convenciendo a los Estados de que hicieran cesiones a los Estados Unidos en beneficio de todos. El éxito con que así se ha hecho hasta ahora, permite esperar confiadamente que si la Unión continúa, esta disputa terminará amigablemente. Sin embargo, la desmembración de la Confederación reviviría el debate y provocaría otros sobre el mismo asunto. Hoy día, una gran parte del territorio occidental vacante es por cesión, si no es que por otros derechos anteriores, de la propiedad común de la Unión. Si la Unión desaparece, los Estados que hicieron la cesión, fundándose en un principio de compromiso federal, podrían pretender que al cesar el motivo de aquélla, las tierras reviertan a ellos. Los otros Estados insistirían, sin duda, por derecho de representación, en que se les diera una parte. Argumentarían que una concesión, una vez hecha, no puede revocarse, y que por justicia les correspondía disfrutar de un territorio adquirido o conservado por los esfuerzos conjuntos de la Confederación. Si, en contra de lo probable, se admitiera por todos los Estados que cada cual tenía derecho a participar en este acervo común, todavía quedaría por solucionar la dificultad relativa al modo conveniente de hacer la partición. Los diversos Estados expondrían al efecto reglas diferentes, y como éstas afectarían los intereses encontrados de las partes, no resultaría fácil llegar a un arreglo pacífico.
Así que en el vasto campo del territorio occidental presentimos materia adecuada para pretensiones hostiles, sin que haya ningún amigable componedor ni juez común que pueda mediar entre las partes contendientes. Si razonamos sobre el futuro en vista del pasado, tendremos buen motivo para temer que en varios casos se acudiría a la espada como árbitro de esas diferencias. El ejemplo de las disputas entre Connecticut y Pensilvania por la tierra de Wyoming, nos aconseja no ser optimistas ni esperar un fácil arreglo de tales controversias. Los Artículos de confederación obligaban a las partes a someter el caso a la resolución de un tribunal federal. Ambas se sometieron y el tribunal decidió en favor de Pensilvania. Pero Connecticut manifestó vigorosamente su disconformidad con la sentencia, y no se resignó por completo con ella hasta que, a fuerza de negociaciones y destreza, consiguió algo en cierto modo equivalente a la pérdida que pretendía haber sufrido. Estas palabras no implican la menor censura respecto a la conducta de ese Estado. Sin duda se creía realmente perjudicado por la decisión; y los Estados, como los individuos, se resignan con dificultad a aceptar las resoluciones que no los favorecen.
Quienes tuvieron oportunidad de conocer las interioridades de las negociaciones que concurrieron en el desarrollo de la controversia entre nuestro Estado y el distrito de Vermont, pueden atestiguar la oposición que experimentamos tanto por parte de los Estados interesados en la reclamación, como de los que no lo estaban, y pueden también dar fe del peligro al que se habría expuesto la paz de la Confederación si este Estado hubiera intentado imponer sus derechos por la fuerza. Dos motivos fueron los principales para esa oposición: primero, la envidia que se abrigaba hacia nuestro futuro poder; segundo, el interés de ciertas personas influyentes de los Estados vecinos, que habían obtenido concesiones de tierras bajo el gobierno de aquel distrito. Incluso los Estados que presentaron reclamaciones en contra de las nuestras, parecían más dispuestos a desmembrar este Estado que a afirmar sus propias pretensiones. Aquéllos eran Nuevo Hampshire, Massachusetts y Connecticut. Nueva Jersey y Rhode Island, en todas las ocasiones, revelaron un cálido celo por la independencia de Vermont; y Maryland, hasta que le alarmó la apariencia de un nexo entre el Canadá y dicho Estado, se adhirió con afán a los mismos puntos de vista. Por ser pequeños Estados, veían con malos ojos la perspectiva de nuestra creciente grandeza. Revisando estas transacciones podemos descubrir algunas de las causas que enemistarían a los Estados unos con otros, si el destino fatal los desuniese.
La competencia comercial sería otra fuente fecunda de contiendas. Los Estados menos favorecidos por las circunstancias querrían escapar a las desventajas de su situación local y participar en la suerte de sus vecinos más afortunados. Cada Estado o cada una de las confederaciones pondría en vigor su propia política comercial. Esto ocasionaría distinciones, preferencias y exclusiones que producirían el descontento. La costumbre de un intercambio basado en la igualdad de privilegios, a que hemos estado acostumbrados desde que se inició la colonización del país, haría que dichas causas de malestar fueran más agudas de lo que sería natural si se prescindiera de esta circunstancia. Estaríamos dispuestos a calificar de injurias los que sólo serian en realidad actos justificados de unas soberanías independientes, que se inspiran en un interés distinto. El espíritu de empresa que caracteriza a la América comercial no ha perdido nunca la ocasión de buscar su interés. Es poco probable que este espíritu, hasta ahora sin freno, respetara las reglas comerciales mediante las que ciertos Estados procurarían asegurar beneficios exclusivos a sus ciudadanos. Las infracciones de esta regla, por una parte, los esfuerzos para evitarlas y combatirlas, por la otra, provocarían naturalmente atropellos, y éstos conducirían a represalias y guerras.
Las oportunidades que tendrían ciertos Esitados de convertir a otros en tributarios suyos mediante la reglamentación del comercio, se tolerarían por estos últimos con impaciencia. La situación relativa de Nueva York, Connecticut y Nueva Jersey, nos brindaría un ejemplo de esta clase. Nueva York, por sus necesidades de ingresos, se ve obligada a cobrar derechos sobre sus importaciones. Una gran parte de estos derechos son pagados por los habitantes de los otros Estados en su calidad de consumidores de lo que importamos. Nueva York no podría ni querría renunciar a este provecho. Sus ciudadanos no consentirían que un impuesto pagado por ellos se suprimiera a favor de los vecinos; ni sería tampoco posible, aun no cerrando el camino a este impedimento, distinguir a los clientes en nuestros propios mercados. ¿Se someterían mucho tiempo Connecticut y Nueva Jersey a que Nueva York les cobrara el impuesto para su solo beneficio? ¿Se nos permitiría disfrutar tranquilamente de una metrópoli de cuya posesión derivamos una ventaja tan odiosa para nuestros vecinos y tan gravosa según su opinión? ¿Nos sería posible conservarla, teniendo por un lado la presión de Connecticut y por otro la de Nueva Jersey? Estas son preguntas que sólo un espíritu temerario puede contestar afirmativamente.
La deuda pública de la Unión sería otro motivo de choques entre los distintos Estados o confederaciones. Su prorrateo al principio y su amortización progresiva después, serían causa de animosidad y mala voluntad. ¿Cómo ponerse de acuerdo sobre una base de prorrateo que satisfaga a todos? Casi ninguna puede proponerse que esté completamente a salvo de objeciones efectivas, aunque es claro que éstas, como es costumbre, serían exageradas por el interés adverso de las partes. Los Estados tampoco están conformes respecto al principio general de que la deuda pública debe cubrirse. Algunos, sea porque están poco impresionados por la importancia del crédito nacional, o porque sus ciudadanos tienen poco o ningún interés inmediato en la cuestión, sienten indiferencia, si es que no repugnancia, hacia el pago en cualquier forma de la deuda domestica. Dichos Estados estarían predispuestos a exagerar las dificultades de una distribución. Otros Estados, en los que un numeroso grupo de ciudadanos son acreedores públicos, se manifestarían enérgicamente en favor de alguna medida equitativa y eficaz. Las dilaciones de los primeros excitarían el resentimiento de los segundos. Mientras tanto se retrasaría la adopción de una regla, por diferencias reales de opinión como por falsos entorpecimientos. Los ciudadanos de los Estados interesados protestarían; las potencias extranjeras reclamarían con urgencia la satisfacción de sus justas demandas, y la paz de los Estados se vería amenazada por la doble contingencia de la invasión externa y la pugna interna.
Imaginemos que se vencieron los obstáculos para llegar a un acuerdo sobre una base de prorrateo y que éste no se efectuó. Aun así habría muchas razones para suponer que la regla adoptada resultará en la práctica más dura para unos Estados que para otros. Los que sufren su peso buscarán naturalmente el modo de aliviarlo. Los otros se negarán a una revisión que acabaría aumentando sus propias obligaciones. Esa negativa sería un pretexto demasiado plausible para retener sus contribuciones, para que los Estados quejosos no lo acepten con avidez, y el incumplimiento de sus compromisos por parte de estos Estados daría pie a amargas discusiones y disputas. Hasta en el caso de que la regla adoptada justificase en la práctica la equidad de su principio, la impuntualidad en los pagos por parte de algunos Estados surgiría de muchas otras causas: de la escasez real de recursos, de la mala administración de su hacienda, de desórdenes accidentales en el manejo del gobierno y, a más de todo esto, de la renuencia con que los hombres entregan su dinero para fines que han sobrevivido a las exigencias que los producían e impiden la satisfacción de las necesidades inmediatas. El incumplimiento por cualquier causa, provocaria quejas, recriminaciones y querellas. Tal vez no haya causa más probable de alteración de la tranquilidad de las naciones que el estar obligadas a contribuir mutuamente para cualquier fin común que no produce un beneficio igual y coincidente. Pues una observación tan cierta como vulgar enseña que sobre ningún asunto discrepan los hombres tan prontamente como sobre el pago de dinero.
Las leyes que violan los contratos pnvados y que equivalen a agresiones contra los derechos de los Estados a cuyos ciudadanos perjudican, pueden ser consideradas como otra causa probable de hostilidad. No estamos autorizados a pensar que un espíritu más liberal o más equitativo presidiría la legislacion de los Estados individuales en lo sucesivo, si no los reprime algún otro freno que el que hemos visto hasta ahora, deshonrando con demasiada frecuencia sus varios códigos. Hemos notado el afán de represalias excitado en Connecticut a consecuencia de las enormidades perpetradas por la legislatura de Rhode Island, y deducimos lógicamente que en casos similares y distintas circunstancias, una guerra no de pergaminos, sino armada, castigará tan atroces infracciones de las obligaciones morales y de la justicia social.
La probabilidad de alianzas incompatibles entre los diferentes Estados o confederaciones y las distintas naciones extranjeras, y el efecto de esta situación sobre la paz general, han sido puestos en claro ampliamente en anteriores artículos. De este estudio hemos deducido que América, en el caso de disgregarse completamente, o de quedar unida solamente por el débil lazo de una simple liga ofensiva y defensiva, se vería envuelta gradualmente, como consecuencia de dichas alianzas discordantes, en los perniciosos laberintos de la política europea y en sus guerras; y que con las destructoras contiendas entre sus partes componentes se convertiría en la presa de los artificios y las maquinaciones de potencias igualmente enemigas de todas ellas. Divide et impera (1) debe ser el lema de toda nación que nos teme o nos odia (2)
PUBLIO
Notas
(1) Divide y vencerás.- PUBLIO.
(2) Con el fin de que toda la materia de estos artículos se someta cuanto antes al público, se van a publicar cuatro veces por semana, los martes en El Correo de Nueva York, y los jueves en el Anunciador Cotidiano.- PUBLIO.
11 sábado Feb 2017
VI
Al pueblo del Estado de Nueva York:
He dedicado los tres últimos números de este periódico a enumerar los peligros a que nos expondrían, en el supuesto de encontrarnos desunidos, las intrigas y la hostilidad de las naciones extranjeras. Ahora describiré peligros de un género diferente, y tal vez más alarmantes: los que surgirían sin duda alguna de las disensiones entre los Estados mismos y de los bandos y tumultos domésticos. Ya anticipé algo de esto, pero merece un estudio más completo y detallado.
Es necesario que un hombre se halle muy absorto en especulaciones utópicas para poner en duda que si los Estados estuvieran completamente separados o sólo unidos en confederaciones parciales, las subdivisiones en que podrían partirse, contenderían frecuente y violentamente unas con otras. La conjetura de que faltarán causas para dichos conflictos es un mal argumento contra su existencia, pues significa olvidar que los hombres son ambiciosos, vengativos y rapaces. Esperar que puede continuar la armonía entre varias entidades soberanas vecinas, independientes e inconexas, sería volver la espalda al curso uniforme de los acontecimientos humanos, desafiando la experiencia acumulada a través de los siglos.
Las causas de hostilidad entre las naciones son innumerables. Hay algunas que operan de modo general y constante sobre los cuerpos colectivos de la sociedad. A éstas pertenecen la ambición de poder o el deseo de preeminencia y de dominio, la envidia de este poder o el deseo de seguridad e igualdad. Hay otras cuya influencia es más limitada aunque igualmente activa dentro de sus propias esferas, como las rivalidades y competencias de comercio entre las naciones mercantiles. Y aun existen otras no menos numerosas que las anteriores, cuyo origen reside enteramente en las pasiones privadas: en los afectos, enemistades, esperanzas, intereses y temores de los individuos principales en las comunidades de que son miembros. Los hombres de esta clase, sean favoritos de un rey o de un pueblo, han abusado con demasiada frecuencia de la confianza que poseían, y con el pretexto del bien público no han tenido escrúpulo en sacrificar la tranquilidad nacional a sus ventajas o complacencia personales.
El célebre Pericles, sometiéndose al resentimiento de una prostituta (1), y a costa de mucha sangre y riqueza de sus compatriotas, atacó, venció y destruyó la ciudad de los samnitas. El mismo hombre, estimulado por un pique personal contra los megarenses (2), otra nación griega, o para evitar la persecución que le amenazaba como supuesto cómplice en el robo cometido por el escultor Fidias (3), o para librarse de las acusaciones preparadas contra él por disipar los fondos del Estado con miras a aumentar su popularidad (4), o tal vez por una combinación de todas estas causas, fue el primer iniciador de esa guerra famosa y fatal, conocida en los anales griegos como la guerra del Peloponeso, que tras muchas vicisitudes, treguas y reanudaciones acabó con la ruina de la República de Atenas.
El ambicioso cardenal que fue primer ministro de Enrique VIII, permitiendo a su vanidad aspirar a la triple corona (5), alimentaba las esperanzas de un feliz resultado en la adquisición de ese espléndido premio, gracias a la influencia del emperador Carlos V. Para asegurarse del favor del emperador y poderoso monarca y para tenerlo de su lado, precipitó a Inglaterra en una guerra con Francia, en contra de los más sencillos dictados de la política y arriesgando la seguridad y la independencia, así del reino que con sus consejos presidía, como de toda Europa. Porque si hubo algún soberano que prometía realizar el proyecto de la monarquía universal, fue el emperador Carlos V, de cuyas intrigas fue Wolsey a la vez el instrumento y la víctima.
La influencia que tuvieron el fanatismo de una hembra (6), la petulancia de otra (7) y las intrigas de una tercera (8), en la política contemporánea y en las agitaciones y la pacificación de una parte considerable de Europa, son tópicos demasiado manoseados para que no estén universalmente reconocidos.
Multiplicar ejemplos acerca de la influencia que los elementos personales ejercen en la producción de grandes acontecimientos nacionales, domésticos o externos, según la dirección que toman, representa una pérdida de tiempo innecesaria. Aun los que sólo están informados superficialmente de las fuentes de donde dimanan, recordarán un gran número de éstos; y los que poseen un conocimiento suficiente de la naturaleza humana no necesitarán esas noticias para formar su opinión sobre la realidad o la amplitud de esa influencia. Sin embargo, tal vez convenga referirse a un caso ocurrido últimamente entre nosotros, para ilustrar el principio general. Si Shays no hubiera sido un deudor desesperado, es dudoso que Massachusetts hubiese sido precipitado en una guerra civil.
Pero a pesar de los testimonios concordantes de la experiencia al respecto, aún se encuentran hombres visionarios o mal intencionados, dispuestos a sostener la paradoja de la paz perpetua entre los Estados, aunque estén desmembrados y separados unos de otros. El genio de las Repúblicas (según dicen) es pacífico; el espíritu del comercio tiende a suavizar las costumbres humanas y a extinguir esos inflamables humores que prenden con frecuencia las guerras. Las Repúblicas comerciales, como las nuestras, nunca estarán dispuestas a agotarse en ruinosas contiendas entre sí. Las gobernará el interés mutuo y cultivarán un espíritu de amistad y concordia.
¿Es que no están interesadas todas las naciones (preguntaremos a estos proyectistas políticos) en cultivar el mismo espíritu filosófico y benevolente? ¿Si éste es un verdadero interés, lo han seguido de hecho? ¿No se ha descubierto invariablemente, por el contrario, que las pasiones momentáneas y el interés inmediato, tienen un poder más activo e imperioso sobre la conducta humana que las consideraciones generales y remotas de prudencia, utilidad o justicia? ¿En la práctica, han sido las Repúblicas menos aficionadas a las guerras que las monarquías? ¿No están las primeras administradas por hombres al igual que las últimas? ¿No hay aversiones, predilecciones, rivalidades y deseos de adquisiciones injustas, que influyen sobre las naciones lo mismo que sobre los reyes? ¿No están las asambleas populares sujetas con frecuencia a impulsos de ira, resentimiento, envidia, avaricia y de otras irregulares y violentas inclinaciones? ¿No es bien sabido que a menudo sus decisiones se hallan a merced de algunos individuos que gozan de su confianza, y evidentemente expuestas a compartir las pasiones y puntos de vista de dichos individuos? ¿Qué ha hecho el comercio hasta ahora, sino cambiar los fines de la guerra? ¿No es acaso la pasión de las riquezas tan dominante y emprendedora como la de la gloria o el poder? ¿No ha habido tantas guerras fundadas en pretextos comerciales como en la ambición o la codicia territorial, desde que el comercio es el sistema que rige a casi todas las naciones? ¿Y este espíritu comercial no ha prestado nuevos incentivos a las codicias de todo género? Dejemos que la experiencia, el guía menos engañoso de las opiniones humanas, responda a nuestras investigaciones.
Esparta, Atenas, Roma y Cartago fueron Repúblicas; dos de ellas, Atenas y Cartago, de naturaleza comercial. Sin embargo, participaron en guerras, ofensivas y defensivas, con la misma frecuencia que las monarquías vecinas de aquellos tiempos. Esparta fue poco más que un campamento bien disciplinado y Roma no sació jamás su sed de conquistas y matanzas.
Aunque era una República comercial, Cartago fue la agresora en la guerra que sólo dio fin con su propia destrucción. Aníbal había conducido sus armas hasta el corazón de Italia y a las puertas de Roma, antes de que a su vez Escipión lo derrotara en los territorios de Cartago, conquistando toda la República.
Venecia, en tiempos más recientes, figuró más de una vez en guerras provocadas por la ambición, hasta que transformada en objeto de los designios de los otros Estados italianos, el Papa Julio II consiguió organizar aquella formidable liga (9) que dio un golpe de muerte al poder y al orgullo de la altanera República.
Hasta que se vieron abrumadas de deudas e impuestos, las provincias holandesas tomaron parte prominente en las guerras de Europa. Sostuvieron furiosas contiendas con Inglaterra disputándole el dominio del mar y se contaron entre los más tenaces e implacables enemigos de Luis XIV.
En el gobierno de la Gran Bretaña, los representantes del pueblo integran una rama de la legislatura nacional. El comercio ha sido durante siglos la ocupación principal de este país. A pesar de lo anterior, pocas naciones han estado empeñadas con más frecuencia en guerras, y éstas fueron iniciadas repetidas veces por el pueblo.
Ha habido casi tantas guerras populares como reales, si se me permiten estas expresiones. Los clamores de la nación o la importunación de sus representantes, han arrastrado varias veces a los monarcas a la guerra o los han obligado a continuada, en contra de sus inclinaciones y, en ocasiones, de los verdaderos intereses del Estado. En la memorable lucha por alcanzar la superioridad, entre las casas rivales de Austria y Barbón, que encendió a Europa durante tanto tiempo, se sabe que las antipatías de ingleses por franceses, secundando la ambición, o más bien la codicia, de un jefe preferido (10), prolongaron la guerra más allá de los límites que aconseja una buena política y durante bastante tiempo en oposición con el punto de vista sostenido por la Corte.
Las guerras de las dos naciones mencionadas en último lugar, han surgido en gran medida de las consideraciones comerciales -el deseo de suplantar y el temor de ser suplantadas, bien en determinadas ramas del tráfico o en las ventajas generales que ofrecen el comercio y la navegación (11).
De este resumen de lo ocurrido en otros países cuyas circunstancias se han parecido más a las nuestras, ¿qué razón podemos sacar para confiar en los ensueños que pretenden engañarnos a esperar paz y cordialidad entre los miembros de la actual confederación, una vez separados? ¿Es que no hemos experimentado suficientemente la falacia y extravagancia de las ociosas teorías que nos distraen con promesas de eximirnos de las imperfecciones, debilidades y males que acompañan a toda sociedad, fuere cual fuere su forma? ¿No es oportuno despertar de estos sueños ilusorios de una edad de oro, y adoptar como máxima práctica para la dirección de nuestra conducta política, la idea de que, lo mismo que los demás habitantes del globo, estamos aún muy lejos del feliz imperio de la sabiduría perfecta y la perfecta virtud?
¡Dejad que hablen la extrema depresión a la que nuestro crédito y nuestra dignidad nacional han llegado, los inconvenientes que producen en todas partes la indolente y mala administración del gobierno, la rebelión de una parte del Estado de Carolina del Norte, los últimos y amenazadores disturbios de Pensilvania, y las actuales sublevaciones e insurrecciones de Massachusetts! …
La opinión general de la humanidad está tan lejos de responder a los principios de los que se empeñan en mitigar nuestros temores de hostilidades y discordias entre los Estados, en el caso de desunión, que a través de una larga observación de la vida de la sociedad se ha hecho una especie de axioma en la política el que la vecindad o la proximidad constituyen a las naciones en enemigas naturales. Un inteligente escritor se expresa con relación al tema en estas palabras: Las naciones vecinas son naturales enemigas, a no ser que su debilidad común las obligue a unirse en una República confederada, y su constitución evite las diferencias que ocasiona la proximidad, extinguiendo esa secreta envidia que incita a todos los Estados a engrandecerse a expensas del vecino (12). Este párrafo señala a un tiempo el mal y sugiere el remedio.
HAMILTON
Notas
(1) Aspasia, véase Plutarco, La vida de Pericles.- PUBLIO.
(2) Ibid.- PUBLIO.
(3) Ibid.- PUBLIO.
(5) La que usaban los Papas.- PUBLIO.
(6) Madame de Maintenon.- PUBLIO.
(7) La duquesa de Marlborough.- PUBLIO.
(8) Madame de Pompadour.- PUBLIO.
(9) La Liga de Cambray, formada por el Emperador, el Rey de Francia, el Rey de Aragón y la mayoría de los Príncipes y Estados italianos.- PUBLIO.
(10) El Duque de Malborough.
(11) En el texto que pasa por haber sido revisado por Hamilton y Madison, y que hizo suyo J. C. Hamilton, se encuentran en este punto las siguientes frases adicionales:
Y en ocasiones hasta el deseo más reprensible de participar en el comercio de otras naciones sin su consentimiento. La antepenúltima guerra entre la Gran Bretaña y España se debió a los esfuerzos de los comerciantes ingleses por emprender un tráfico ilícito con las posesiones españolas. Esta conducta injustificable dio por resultado que los españoles trataran con dureza también inexcusable a los súbditos de la Gran Bretaña, ya que iba más allá de los límites de una represalia justa y que se les podía acusar de inhumanos y crueles. A muchos de los ingleses captUrados en las costas españolas, se les envió a trabajar en las minas de Potosí y, como ocurre casi siempre con el espíritU de resentimiento, al poco tiempo se confundió a los inocentes con los culpables y a todos se les castigó por igual. Las quejas de los comerciantes produjeron violenta cólera en toda la nación, que poco después estalló en la Cámara de los Comunes y de ese cuerpo pasó al ministerio. En seguida se expidieron patentes de corso y la consecuencia fue una guerra que dio al traste con todas las alianzas que se habían formado apenas veinte años antes, en la esperanza optimista de que tendrían frutos muy benéficos.
(12) Ver Abate de Mably, Principes des Négotiations.- PUBLIO.
(4) Ibid. Se decía de Fidias que había robado cierta cantidad de oro de propiedad pública, en connivencia con Pericles, con el objeto de embellecer la estatUa de Minerva.- PUBLIO.
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