Estructura general de los comentarios
Pese a existir en la obra, una estructura de los comentarios conforme a continuación se muestra:
COMENTARIO I
¡Siempre el sexo, y sus tragedias! – Cómo las Enseñanzas Ocultas están llamadas a revolucionar al Derecho Penal.- ¿Hay en el criminal un hombre, o algo menos y algo más que un hombre? – No todo es fatal, ni todo libre.- Los tarados de nacimiento.- Tentación, obsesión y posesión.- Un niño muerto de decrepitud.- Transmigración del alma de un general británico.- Por qué fracasó el joven de nuestro cuento, como tantos otros.- La Justicia trascendente.- Dos aterradores casos de karma colectivo.- El último de los zares.- Lo maravilloso positivo en Rusia.- Una familia real maldita.- “¡Que el cáncer le corroa!” – Extraños destinos de ciertos “hombres de presa”. – Capítulo de los suicidios misteriosos.- Cómo se descubre a los criminales en Abisinia.
Es preciso advertir al lector, que el desarrollo del comentario efectuado por Mario Roso de Luna, no se halla sistematizados conforme a los títulos que se muestra, sin embargo con el se intenta dar una síntesis de lo que tratará de manera genérica en sus comentarios.
No obstante ello, aprovenchando los comentarios vertidos, los estudiantes deberán efectuar una exégesis de los mismos, toda vez que en ellos se encuentra el germen de lo que será objeto de estudio y análisis de nuestro investigación criminológica.
Así lo que a continuación sigue, siempre bajo el método de interpretación exegética intenta desglosar, interpretar y complementar lo comentado de tal forma que se pueda entender lo esbozado por nuestro consumado penalista:
COMENTARIO I
¡Siempre el sexo, y sus tragedias! – Cómo las Enseñanzas Ocultas están llamadas a revolucionar al Derecho Penal.- ¿Hay en el criminal un hombre, o algo menos y algo más que un hombre? – No todo es fatal, ni todo libre.- Los tarados de nacimiento.- Tentación, obsesión y posesión.- Un niño muerto de decrepitud.- Transmigración del alma de un general británico.- Por qué fracasó el joven de nuestro cuento, como tantos otros.- La Justicia trascendente.- Dos aterradores casos de karma colectivo.- El último de los zares.- Lo maravilloso positivo en Rusia.- Una familia real maldita.- “¡Que el cáncer le corroa!” – Extraños destinos de ciertos “hombres de presa”. – Capítulo de los suicidios misteriosos.- Cómo se descubre a los criminales en Abisinia.
I.- En la bella narración que antecede, como en todas las de la Maestra H.P.B. (1), hay un gran fondo de Ocultismo que desearíamos alcanzar a profundizar.
Por de pronto, y como siempre, el terrible problema del sexo es el alma de la tragedia entera. El solterón Izvertzoff, que allá en sus viciosas juventudes acaso menospreció el santo amor que lleva a la constitución de un hogar honrado, viose al fin víctima de una de esas pasiones seniles que son tanto más temibles cuanto más estériles y tardías. Falto quizá de ese gnoscete ipsum, indispensable a todo hombre que pasa de los cuarenta, no supo, como el Hans-Sachs de Los Maestros Cantores de Nurenberg, renunciar a su pasión. Por otra parte, Nicolás el sobrino, digno discípulo del consabido positivismo aldeano, no supo tampoco hacerse fuerte ante el embate de la doble pasión del amor a Minchen y de la herencia del tío. Falto de la debida ponderación moral, llegó, como llegan tantos, hasta el crimen.
Con el espeluznante relato de la Maestra, pues, se presentan notables problemas de Derecho penal, porque conviene saber que las ideas y enseñanzas del Ocultismo están llamadas, el día que se difundan por el mundo, a revolucionar todas las ciencias, y muy especialmente la del Derecho.
En efecto, ¿qué hay o qué actúa sobre el hombre, antes honrado, para hacerle criminal? ¿Existen, acaso, criminales natos? En el delincuente, ¿hay sólo un hombre, o algo menos que un hombre, o algo más, en fin?
Nos explicaremos.
Así como no existe en a Naturaleza la línea recta, ni en la Humanidad la Verdad pura ni el Bien completo, ni ningún otro de los conceptos-límites o absolutos, no se da el tipo del hombre absolutamente honrado ni del perfecto y acabado criminal, siendo todos nosotros, cuál más, cuál menos, hijos perfectos de las circunstancias que nos rodean, es decir, del karma, que gravita sobre nuestros hombros con toda la pesantez de esa carga, insoportable a veces, que llamamos vida.
Pero ni todo es fatal, ni todo es libre.
El famoso problema escolástico de la libertad humana y del karma, predestinación, presciencia divina o hado, puede resolverse diciendo que las resultantes de nuestra conducta en cada momento son una integral compuesta de factores fatales y de factores libres. A la manera como el ave enjaulada, está fatalmente privada de la libertad de la selva, siendo libre, sin embargo, de colocarse en este o aquel barrote de la jaula, nosotros tenemos las taras de los hechos fatales de nuestro pasado -en estas o en anteriores existencias- cuyo plúmbeo peso nos abruma y priva de libertad; pero jamás estas taras llegan a anular por completo nuestro humano albedrío como anulan las del animal mismo, animal de cuya conducta podemos juzgar de antemano en función de las circunstancias, sin temor a equivocarnos.
La fórmula de todas las razones inversas matemáticas de
x X y = C
constituye el más perfecto simbolismo acerca de cómo están integradas en la vida de cada hombre la libertad y la fatalidad.
Desde luego que, representando x a esta última e y a aquélla, podemos decir que una y otra variable conjugada pueden recibir todos los valores posibles, desde los más grandes hasta los más ínfimos, entre los dos límites de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Así, por ejemplo, la fatalidad, en forma de ley natural inexorable, hace que para el animal al que antes nos referíamos el valor de x sea tan sumamente grande que el otro factor y, o de la libertad, sea infinitamente pequeño. Todo lo contrario acaecerá en el otro límite simbolizado por los hombres geniales, superhombres o Maestros, en los cuales el factor x, constituido por el karma ancestral y ya extinguido, dé al factor y de la libertad una amplitud casi infinita, es decir, que, libre ya de los lazos del destino humano, pueda volar con pleno dominio de su voluntad por los amplios cielos de la ciencia y de la vida.
Entre uno y otro caso-límite de la absoluta libertad y la fatalidad absoluta, se encuentran todos los hombres. Los llamados “criminales natos” por moderna escuela penal, no son sino infelices tarados de nacimiento; seres misteriosísimos que acusarían de impío al propio Dios personal de las religiones vulgares, si no fuese porque por el karma de sus anteriores existencias les han colocado desgraciadamente antaño en circunstancias tan desfavorables que han hecho preciso en ley de inmutable Justicia trascendente, su nacimiento en tan tristes condiciones de tara moral, intelectual y física. Claro es, que, dentro de la íntima contextura que estos tres últimos órdenes mantienen en la vida, el organismo adaptado para el cumplimiento de tan terrible ley, es siempre un organismo enfermo, cosa ya entrevista por la moderna criminología que pide hospitales en vez de cárceles, y médicos-sacerdotes en lugar de carceleros. ¿Quién puede realmente delinquir, estando en sano juicio? ¿Qué es en sí también todo crimen, sino un caso de locura? ¿Qué es lo dice siempre el criminal al iniciar la redención de su culpa, sino la eterna frase de “¿qué locura he hecho?”…
Todos somos más o menos criminales, porque todos somos más o menos enfermos, y cada enfermedad ostenta su psicología, siendo, por ejemplo, hipocondríaco el que padece del hígado; desigual de carácter, el enfermo del estómago, e irascible, el neurasténico. Un impulsivo nervioso constituido, sin embargo, en condiciones de felicidad social excelentes, acaso llega a mantenerse firme, no por él, sino por las favorables circunstancias de que le ha rodeado su karma, mientras que otro menos impulsivo que él pero más castigado por los rigores del destino, puede, por causas análogas, incurrir en el crimen, cosa ya entrevista por el clásico que habló de la honradez de la pobreza, añadiendo sarcástico: -¡si es que puede ser honrado aquel que es pobre!
Un conjunto de circunstancias peligrosas, llamadas en las religiones vulgares tentaciones, están siempre amenazando al hombre honrado para hacerle pecar y delinquir, con esa constante tendencia con que la fuerza de la gravedad terrestre amenaza derribar a todo cuanto está alto y enhiesto. Otro conjunto de circunstancias diversas presididas por nuestra conciencia moral están siempre amparando al hombre y en el eterno balancín de sus acciones y reacciones contrarias se cifran nuestros hechos y nuestra vida. Por eso nuestra felicidad o desgracia, están siempre pendientes de un cabello, como la tan famosa espada de Damocles. Así, en la narración que comentamos, la Casualidad -nombre vago y vano con el que solemos disfrazar nuestra ignorancia respecto de la universal ley de la Casualidad que al mundo rige- hace que a la hermana del joven Nicolás se le antoje aprender la cítara; que el profesor elegido tenga una hermosa hija, y que al vejete señor Izvertzoff se le ocurra enamorarse de ésta al par que a su sobrino, juego fatal de casualidades que desencadenan la tragedia, al fin, por la contraposición irreconciliable de opuestos egoísmos.
Nada, en efecto, tan exclusivista como la pasión amorosa, y el joven Nicolás no supo sacrificarse venciendo al amor con el deber, no poniendo éste al servicio de aquél y del interés, como lo hizo, deslizándose de este modo por la funesta pendiente del crimen, o cayendo en la tentación, como un cristiano diría.
Pero si hay tentación, por fuerza tiene que haber un tentador, y en ello el Ocultismo está de acuerdo con todas las religiones, pobres facetas de aquellas sus altas enseñanzas, y aquí de la pregunta que antes nos hacíamos: ¿hay en el delincuente sólo un hombre, algo menos que un hombre o algo más, en fin?
Por descontado, cuando delinquimos abdicamos más o menos tristemente de nuestra dignidad de hombres libres, colocándonos en condiciones de inferioridad manifiesta frente a los demás hombres, y en tal sentido, como capitidiminuidos, que diría un jurista; por el mero hecho de delinquir, somos ya algo menos que un hombre…
Pero también, ¡ay!, no se diría sino que en nosotros existe algo más que un hombre en el momento mismo en que delinquimos. Porque existe, sí, a no dudarlo, una segunda e invisible entidad que se apodera de nosotros, nos mueve, nos arrastra por la pendiente fatal, hasta consumar el hecho luctuoso, dejándonos después abandonados a nuestro tristísimo y kármico destino expiatorio… Es el tentador, el espíritu del mal, de quien hablan las religiones; el elemental inspirador del crimen, que arma nuestro brazo para dañar a un semejante nuestro y para que el karma nos dañe luego por ley de reacción natural con análogo fatalismo.
Si todas las cosas que vemos están hechas de materia física, todas cuantas emociones nos afectan están hechas con realidades de un mundo emocional, porque todo lo que existe tiene cuerpo, alma y espíritu. Por desgracia, o quizá por fortuna, el mundo emocional nos es, de ordinario, invisible. Sólo por la intuición podemos adivinarle a veces, ya que no ver cara a cara las infinitas entidades que en tamaño mundo pululan, unas favorables al hombre y bienhechoras, cual los Ángeles Custodios de las religiones, otras enemigas y eternas elaboradoras de su ruina a lo largo de esos tres períodos típicos que se llaman de tentación, de obsesión y de posesión que marcan los tres momentos principales de la lucha a que nos vemos forzados constantemente a lo largo de nuestra vida.
En ulteriores narraciones de la Maestra H. P. B., encontrará el lector revelaciones hermosas acerca de esas temibles entidades del plano astral o emocional que llaman criaturas elementales, o simplemente elementales, los ocultistas: seres etéreos e invisibles de ordinario, con inteligencias de grados diversos, pero dotados de una perversidad tal, que, de ellos, como de ciertas instituciones bien conocidas, puede decirse que “aman el mal, por el mal mismo”, representando con su invisible influjo sobre el hombre cuanto hay de torcido, anormal, defectuoso, morboso, criminal, oblicuo, perverso, etc., etc., en nuestra conducta. Todo cuanto va, en efecto, contra el aforismo salvador de la “mens sana in corpore sano” abre la puerta a esos temibles seres, ladrones sempiternos del tesoro de nuestra virtud, contra los que hay que velar constantemente, como enseña el Evangelio. Así, cuando ingerimos, por ejemplo, moléculas de alcohol en nuestro organismo el alma, la mónada del alcohol, que podríamos decir siguiendo a Leibtniz y a Goethe, mónada que es un elemental perverso, incrementa algo funesto que antes no había en nuestra psiquis y este “nuevo amo” es el terrible obsesor que de nosotros traidoramente se posesiona, cogiéndonos por la mente con arreglo a la etimología latina de los menscaptos o mentecatos (cogidos por la mente), o de los alienados, es decir, de los que tienen otro amo que el Ego Superior o Conciencia, que es el único señor legítimo de nuestro ser y el único que en los estados de normalidad nos dirige como al caballo el jinete.
Todo crimen, por tanto, no es sino la caída de un hombre bajo la garra de la entidad astral o elemental, y en este sentido el hombre sería siempre irresponsable a fuer de enfermo, como algún penalista ha llegado a decir, si no fuese porque, si bien en el hecho mismo del crimen, acaso no fue tan libre como debía, el elemental no le habría obsesionado posesionándose en el momento de su ser supremo, si antes libremente el hombre no hubiese debilitado sus resistencias psicológicas por desconocer la higiene física que evita la patología física y la higiene moral que, con la noción del deber por armadura, rechaza las sugestiones constantes de unos enemigos que son tanto más de temer cuando que son más astutos e invisibles.
Si el joven Nicolás del cuento que comentamos se hubiera orientado hacia el deber, sacrificando su pasión amorosa y su codicia hacia la herencia del tío, la tragedia no habría sobrevenido, y él no hubiera caído en el engaño mismo en que caen los propios irracionales cuando se ven cogidos en trampas y cepos “por la cara golosina de un grano de trigo”, que dijo la codorniz de la fábula, o por aquel famoso pastel atrapamoscas del que cantó el moralista:
“Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina…
y todo, ¿para qué?, para unos fugaces días de ensangrentada luna de miel con la anodina Michen, y para ver, horripilado de allí a pocos años, reproducirse kármicamente en su amado hijo único la cara y los modales acusadores del viejo tío asesinado (1). ¡Tal es nuestro triste destino, al modo del bíblico plato de Esaú! ¡Por unas míseras lentejas pisoteamos nuestra primogenitura de Reyes de la Creación…! Ésta y no otra es la locura del crimen.
En tan palpitante drama del deber, el interés y el amor, alma de todos los de la vida diaria, la Maestra nos da, como al descuido, un verdadero curso de Ocultismo, pues nos habla de los ecos como de entidades, contra lo que hoy imagina la Física; de la influencia secreta de la música; de la personalidad de las sombras; de la sensibilidad astral de las llamas, sensibilidad de la que la Física no ha hecho más que ocuparse someramente con Koenig y otros experimentadores; de la formación como nebular de los fantasmas evocados por la magia negra mediante perfumes, mantrans y oraciones, amén del previo derramamiento de sangre, como Ulises en la Odisea con la del cordero negro sacrificado para evocar del mundo de los muertos al adivino Tiresias; y de ese frío astral, frío de muerte, que precede inevitablemente a toda manifestación de lo hiperfísico en lo físico.
Dos cosas hay además en el pavoroso relato -relato superior en forma y fondo al mejor de los cuentos de Hoffmann o de Bulwer Litton- que son de gran interés filosófico. La una, lo peligrosísimo de los juicios demasiado radicales por más pruebas que tengamos sobre el problema, y la otra, la de “la nube roja”, que juega tan emocionante papel en el desdoblamiento astral operado sobre el shamano.
Un aforismo ocultista enseña que nos debemos abstener de juzgar desfavorablemente la conducta de otro, pues que siempre, por bien informados que estemos, falta un dato por lo menos al problema y este dato puede ser de tal naturaleza e importancia que, depositado con todo su peso en la balanza de nuestro juicio, pueda hacerla oscilar en sentido contrario al que marcara antes, y si a esto se agrega que los fallos de ciertos enjuiciamientos, como el que lleva a un hombre al patíbulo, una vez ejecutados, son de reparación impracticable, se comprenderá una vez más lo absurdo de la pena de muerte, cual la que, en el relato, habría descargado su golpe sobre la cabeza del pobre criado de Izvertzoff, a quien todos los indicios acusaban. ¡La sola posibilidad de imponer el último castigo a un inocente entre mil culpables, debiera abolir para siempre una pena como la capital, que para nada ejemplar ni práctico sirve, máxime si, considerando lo que antes dijimos, caemos en la cuenta de que ello equivale a suprimir al enfermo para que sea más eficaz y radical la cura!…
Como abogado, hemos tenido ocasión más de una vez, en la tristeza del presidio, de hablar con los criminales acerca de su delito. Todos nos han hablado de su tentación y su caída en términos de clarísima alusión a ese ser de lo astral interpuesto funestamente entre su brazo y su conciencia; todos, especialmente los incursos en delitos de sangre, nos han pintado en frío la escena fatal en la que el juego, el vino y la mujer han desempeñado el papel preferente, diciéndonos, poco más o menos, siempre: “La amaba de todo corazón…; había bebido unas copas; la vi… y al verla, una nube roja pasó por mi vista perturbada, y una nube negra después… ¡Al volver en mí, un cadáver yacía a mis pies, sin que yo mismo me diese cuenta de lo que había pasado, cual si fuese juguete de una pesadilla; pesadilla de tan triste despertar como el en que ahora me veo!…”
Pero el amor es más grande que la muerte, y la familia es casi siempre laboratorio alquímico y altar de sacrificios en el que extinguimos nuestro karma, purificándonos. Así, el propio sobrino Nicolás, habiendo conseguido burlar hipócrita a la justicia humana, no alcanzó a burlar a la inexorable Justicia trascendente o de las Esferas, a la que llamamos karma los teósofos, y en la propia familia nacida por su crimen, halló al cabo de los años el medio adecuado de pagar su culpa, saldando su deuda con el tío a quien asesinara, al perder la vida luego por salvarle bajo la máscara imponente de su propio hijo… ¿Qué de extraño tiene, pues, el que la propia Policía de P… (1), impotente para abarcar aquel delito esclarecido por la necromancia de un hechicero oriental, ordenase sepultar el hecho en el silencio y el olvido? El Derecho penal ha marchado y marchará siempre a ciegas, como todas las conciencias humanas, sin las enseñanzas trascendentes del Ocultismo.
* * *
La historia rusa que la Maestra inserta anteriormente, podrá no ser cierta, pero en la aún reciente historia de la gran catástrofe guerrera tenemos dos casos verdaderamente aterradores de lo que se llama karma colectivo, que repercute siempre en las dinastías, como se observó en los reinados que precedieron a la Revolución francesa, y en el temible imperio de los Zares, tan cruel siempre con la aplicación de castigos corporales y las célebres deportaciones a Liberia. Meses antes de la trágica muerte de Nicolás II, decía de él Gómez Carrillo en una de sus geniales crónicas:
“Los grandes rasgos característicos de nuestro Emperador -dice Bibikoff- son la bondad y el amor a la paz.” Estas palabras de un cortesano, los enemigos del Soberano ruso las repiten y las confirman. “Es un ser eminentemente bueno” -escribe el revolucionario Patchich. Pero cuando se llega a las intimidades sintéticas, unos y otros murmuran: “Lo malo es que no hay nadie tan débil como él.” Tal debilidad, que durante largos años ha convertido a Nicolás II en juguete de su familia, de sus ministros, de sus vasallos, es la que ha determinado, al fin, su caída sin grandeza. Todavía en estos últimos días, según parece, en vez de contemplar de frente los peligros que lo amenazaban, lo único que pedía era el socorro de los decidores de buenaventura.
“-¿Qué dicen los espíritus? -preguntaba, cuando lo que era necesario interrogar era al alma de su pueblo, cansado de sufrir las intrigas de una emperatriz alemana, de una camarilla criminal y de un clero indigno.
“La manía supersticiosa es en él inveterada. En los primeros años de su reinado, cuando aún se ignoraba lo que había en el misterio de su cerebro, sus consejeros notaron, con espanto, que el verdadero dueño de su albedrío era un embaucador llamado Phillippe, cuya sola mirada lo hacía temblar. Antes de tomar una determinación en cualquier asunto importante, el heredero de Pedro el Grande acudía a su mago y le pedía, como un favor místico, que llamara en su auxilio al espíritu de su padre, el fuerte Alejandro o de alguno de sus abuelos prestigiosos. Un día el zar tuvo la idea de evocar la sombra de Pedro III para preguntarle si efectivamente había sido asesinado a instigaciones de Catalina II.
“-Sí -contestó el fantasma-. Sí… Y a ti te pasará algo parecido.
“Poco después de esta escena, que causó una impresión terrible en el ánimo del infeliz emperador, Phillippe desapareció de un modo misterioso. Pero pronto aquel hechicero fue reemplazado por otro, no menos fantástico, y sí más peligroso. Éste, si hemos de creer al historiador Alard, fue el que determinó la guerra ruso-japonesa. La anécdota merece ser citada. Hela aquí: Ciertos personajes prevaricadores y concusionarios, entre los que se encontraban el gran duque Alejandro Mikailovitch y el virrey Alexeieff, trataron de hacer, con el dinero del Emperador, un negocio grandioso. Se trataba de crear una Sociedad financiera para la explotación de los inmensos bosques del Yalú, en la Corea. Esto constituía una nueva exacción de territorio, después de la fraudulenta conquista de la Manchuria. La actitud del Japón era inquietante, por lo cual el Zar no quiso en un principio autorizarlo. Alejandro Mikailovitch vino en socorro de la empresa, y aconsejó al Emperador evocar el espíritu del vencedor de los turcos, Alejandro II. Así se hizo y, naturalmente, el espíritu aseguró “que aquella empresa era necesaria para la salvación de la patria, y que la familia imperial debía protegerla, con lo que contribuiría a la conquista de Corea”. Al día siguiente, el Zar daba orden de comprar acciones por seis millones de rublos, y obligaba a su familia a hacer otro tanto. La Sociedad, en vez de dedicarse a cortar árboles, empezó por construir trincheras y fuertes en Corea. El Japón, que vio en ello un peligro, perdió la confianza en el Zar y le exigió el abandono de tal empresa. El Zar se negó; se rompieron las hostilidades; Nicolás, al darse cuenta de la realidad, se aterró, y pidió de nuevo consejo a los espíritus de Napoleón y de Federico. Antes de que éstos contestaran, el almirante Makaroff pereció con el acorazado Petropaulosk; pero todas las santas imágenes que en las cámaras del barco llevaban los marinos, “se salvaron”: el mar las arrojó a la costa. ¡Buen síntoma! Entonces el Emperador hizo evocar el alma del almirante, que predijo la victoria y prometió salir de las profundidades del mar con su acorazado, para ponerse al frente de la flota y entrar vencedor en Yokohama.
“Tal es la historia de las causas de la guerra japonesa. Y uno no puede menos de preguntarse, pensando en tanta ingenuidad grotesca, si realmente goza de cabal juicio un hombre que, en pleno siglo XX, obedece a semejantes temores y se consagra a tamañas prácticas. Este medio perpetuo, este miedo horrible, es para los grandes duques y para los funcionarios una mina inagotable, en la cual encuentran honores y ventajas. Así, lejos de combatirlo, se esfuerzan por aumentarlo con invenciones diabólicas. La Policía inventa complots; los generales imaginan proyectos revolucionarios; los cortesanos ven en todas partes nihilistas.
“Uno de los más grandes cultivadores del miedo imperial fue el célebre Bezobrazoff. Era éste un vividor sin escrúpulos que necesitaba mucho dinero, y que para conseguirlo recurría a las peores artes. Un día, pensando en el pánico de Nicolás II, antojósele que el mejor medio para ganar la confianza del Emperador era fundar una especie de masonería zarista. En el acto estableció la Santa Liga. Con rituales singulares reuniéronse numerosos oficiales, nobles y cortesanos, y juraron consagrarse a defender a su señor. Lo más importante era buscar en todas partes las ramificaciones revolucionarias. Ése fue el primer trabajo de los ligados que se reclutaban entre los altos y bajos funcionarios de la administración de la Casa imperial, de la Policía y del Ejército. Los miembros de la Santa Liga debían comunicar diariamente a Bezobrazoff el resultado de sus investigaciones, Bezobrazoff, a su vez, debía presentar al Emperador todas las mañanas su rapport. Cuando el Zar consideraba sospechoso a uno de sus dignatarios, se lo indicaba al jefe de la Liga, y ésta se ponía en movimiento hasta averiguar sus secretos (o inventarlos si no los había). Sidacoff, que ha estudiado la historia de la Santa Liga, agrega: “Bezobrazoff se pasaba confersando con el Zar las horas de libertad que éste se reserva para el descanso. Nicolás II se dejaba llevar por él a los más grandiosos proyectos para la sumisión del Asia; pero, a veces, mientras Bezobrazoff desarrollaba sus planes, se apoderaba del Zar una gran melancolía; el temor de un atentado lo asaltaba; interrumpía entonces la conversación y llamaba a su ayuda de cámara de confianza para pedirle noticias de la Zarina y de sus hijos.” Estas líneas son para mí de una intensidad melancólica, infinita en su sencillez. Ni en los cuentos de Hoffmann, ni en los relatos de Dickens, ni en las historias de Poe, he visto de tal modo el miedo. ¡Ah! Ese pobre dueño de centenares de millones de hombres, ¡cuán triste aparece, temblando aún en compañía de sus grandes defensores, y temblando sin causa, temblando como un loco, como un enfermo!
“En todas las obras sobre la vida del Zar se encuentran anécdotas que harían reír si no inspiraran lástima. Una mañana que Nicolás II acababa de entrar en su gabinete de trabajo, encontró sobre la mesa una carta lacrada. En el sobre veíase un membrete que decía: “Comité central de la Unión de los partidos revolucionarios de Rusia.” El Zar lo leyó y ya se disponía a abrir el pliego, cuando precisamente se presentó Plehwe. El Emperador, entonces, le entregó el misterioso escrito, que era una intimación al Emperador para que pusiera término al terrorismo y a la arbitrariedad de sus funcionarios, y diera al pueblo ruso su libertad y sus derechos. Los atentados contra ministros y contra gobernadores debían servirle de aviso, y en el caso que la advertencia no fuera oída, y de que continuasen las hecatombes de inocentes liberales, el pueblo volvería sus armas contra él. El ministro había leído el anónimo en alta voz. Al terminar, notó que Su Majestad había perdido el sentido y yacía, con el rostro cubierto de sudor frío, en una butaca. Más recientemente los periódicos nos contaron la anécdota siguiente: Paseábase una mañana el Emperador por el parque de su palacio, cuando un hombre corrió hacia él y se arrojó a sus plantas, interceptándole el paso; este desdichado era un jardinero del palacio, que con su demostración quería implorar una gracia al Emperador; pero no bien hubo pronunciado la primera palabra, ya estaba maniatado, preso. Jamás el pueblo pudo saber lo que pretendía aquel hombre. La emoción de Su Majestad fue tan grande, que tuvo que acostarse.
“Oíd otra anécdota que hace sonreír -lo que es raro- y que permite descubrir entre los servidores del Zar a uno digno de simpatía -lo que es más raro aún-. Os la cuento como la contó Alexandre en un artículo. Cuando los estudiantes de Kieff, imitando a los de San Petersburgo, decidieron hacer manifestaciones contra la tiranía, Nicolás II, mal informado, creyó que aquella agitación podía amenazar su propia vida. En el acto telegrafió al gobernador militar de la plaza que “interviniera con las fuerzas de que disponía”. El gobernador contestó que no veía en qué podía intervenir. Un nuevo telegrama le ordenó que “en el acto atacase a los enemigos de la autocracia”. En el acto el irónico militar hizo despertar a sus soldados, y al amanecer la ciudad estaba convertida en un campamento. La artillería llenaba las calles; inmensas masas de soldados se reconcentraban hacia el centro de la ciudad. A las once de la mañana, los sorprendidos habitantes se vieron rodeados por un ejército de 45.000 hombres. Dragomiroff apareció en su coche, y entre los hurras del pueblo recorrió la línea de tropas; después de lo cual se retiró, ordenando la dislocación de éstas y enviando al emperador el parte siguiente: “Reconcentradas las tropas de mi mando y no habiendo encontrado al enemigo, he dispuesto que ganen sus cuarteles. El gasto originado es de 140.000 rublos.– Dragomiroff.” Pero ni esto ni nada ha podido curar al imperial perseguido de su miedo sin límites.”
¿Cuál ha sido el resultado de todo esto? Bien a la vista está en el dolorosísimo final que ha tenido la dinastía de los Romanoff con el horrible asesinato del Zar y toda su familia. Sobre sus cabezas, como sobre las de los reyes y nobles del tiempo de la Revolución francesa, ha caído el peso del karma acumulado durante siglos de servidumbre y miseria, tanto moral como física.
Un culto espiritista sevillano, D. Joaquín Julio Fernández, decía no ha mucho en la revista Luz y Unión, de Barcelona, al darnos sus sugestivas impresiones sobre Rusia:
“A estas horas ya sabrán nuestros lectores los luctuosos sucesos últimamente desarrollados en Rusia. Las muchedumbres misérrimas, sedientas de justicia, acudieron al palacio de Nicolás II en demanda de pan y libertad; y cuando los obreros desnudos, cuando los esclavos paupérrimos esperaban palabras de amor, bálsamo de fraternidad, las tropas idiotizadas y embrutecidas por la mecánica obediencia, descargaron a boca de jarro sus fusiles sobre la muchedumbre indefensa. La sangre divina manchó la blancura de la nieve.
“No sé lo que dirán los espiritistas con respecto a estos hechos. Tal vez absortos en las pequeñeces de luchas bizantinas, en las puerilidades vanas de la mediumnidad andante, no den a la revolución rusa toda la importancia que en sí tiene. Y, sin embargo, el movimiento ruso, más bien que obra de los hombres, es la obra de los espíritus. Han precedido al actual movimiento sucesos y agüeros de una importancia bien visible, en particular el que en Julio de 1904 refiere Le Rappel. Es el siguiente: Mlle. Zenobie Gatzky, de Galitzia, estudiante en la Universidad de Kiev, con la ayuda de un metal radioactivo, presento al Zar la macabra visión de Puerto-Arturo en ruinas y la flota destruida. Pudiera, en el orden de lo maravilloso positivo, citar muchos más hechos comprobables de mi tesis, pero los reservo para más oportuna ocasión. Ahora me limitaré a señalar en el orden doctrinal o de ideas, lo visible que es en la revolución rusa la influencia de los espíritus.
“En el momento en que esto escribo, el movimiento revolucionario ruso aún no ha triunfado materialmente; es más, apenas ha salido de la cuna. Desentrañar las ideas o doctrinas de que está saturado, es imposible; sólo se puede presentar algunos conceptos sugestivos apoyados en hechos más o menos bien estudiados. Estos conceptos es la opinión que a mí me merece la revolución rusa, religiosa, política, económica y socialmente considerada.
“Porque puede la Prensa reporteril e informativa quitar importancia a la obra de los proletarios rusos, pueden dejar reducida su labor a vanas puerilidades; los hombres imparciales sabemos a qué atenernos. El movimiento revolucionario ruso va más lejos de lo que algunos creen; es la aspiración (todavía no es realidad) de una transformación religiosa, política, económica y social, transformación que no podía encontrar para su desarrollo sitio más abonado que Rusia.
“Hay cosas providenciales en la Historia, como hay cosas providenciales en la Naturaleza. No en balde se ha dicho que la Historia es una teodicea. La honda transformación que el mundo necesita, no podía desenvolverse en otro terreno que en Rusia. La Europa vieja, prostituta encenegada en todos los vicios y todas las concupiscencias; la Europa, asquerosa cloaca de inmundo y fétido cieno, no podía ser campo a propósito para que fructificara en ella la semilla de los Gapony, Tolstoy y Máximo Gorki. Para eso se necesitaba condiciones de bondad y candorosa sencillez que en Rusia sobran y en el resto de Europa faltan. Porque Rusia no representará como Inglaterra la Verdad (Ciencia), ni como España la Belleza (Arte); pero en cambio representa la Bondad (Moral). Rusia, donde el espiritualismo idealista ha echado hondas raíces, tiene abnegación, virtud, espíritu de sacrificio; el resto de Europa, infestado por el positivismo plutocrático, es un vil conjunto de tigres que se devoran entre abrazos y caricias. ¿Qué es hoy ese mismo París, que se reputa por cerebro del mundo? Un asqueroso montón de inmundicias. Desde el asunto de Panamá, pasando por el proceso Dreyfus y el Syvetan, todo son escándalos y vergüenzas, y en el orden de alta política internacional, sabido es que la República francesa ha protegido todas las tiranías de España y Rusia. En cambio, San Petersburgo, ese San Petersburgo por cuyas nevadas calles corre ahora mismo la sangre del pueblo, es, no sólo la residencia de déspotas y tiranos, sino también la de obreros espiritualistas que mueren por el ideal. El actual movimiento sólo en Rusia podía desarrollarse. ¡Qué razón tienen los que dicen que es la Historia una teodicea!…
“La revolución rusa, en el orden religioso, es, a mi modo de ver, eminentemente espiritista. Vanamente se dice que Rusia aspira a la separación de la Iglesia y del Estado; esa será la careta; Rusia, en el orden religioso, no puede aspirar a la separación de la Iglesia y del Estado, porque Rusia es culta, inteligente, y sabe que la religión no es un vestido viejo que se arroja lejos cuando no sirve.
“Tiempo es ya de que digamos la verdad. La separación de la Iglesia y el Estado, tan defendida por los escépticos e indiferentistas modernos, no puede en manera alguna resolver el problema religioso. El Estado, de existir con algunos caracteres de bondad (ya se sabe que el Gobierno nunca puede ser bueno), tiene que integrar en sí toda la satisfacción de las necesidades, y la primera de estas necesidades es la religión, pues sin religión, no puede haber sociedad. Si la actual sociedad se precipita al caos y al desconcierto, es por eso, porque las viejas religiones han muerto, y aún no se ha dado a conocer el ya encarnado apóstol de la Religión Universal del Porvenir. Existe una religión superior, non-nata, tan adaptada a nuestro siglo, que todos los súper-hombres la admitirán (los otros son la turba imbécil, eterna adoradora del símbolo) y a la cual conducen el Espiritismo, el Ocultismo, el Orientalismo, el Misticismo, y, sobre todo, la Teosofía. Los dogmas (tal vez los más principales) de esta nueva religión del porvenir, palpitan en el fondo del movimiento revolucionario ruso, movimiento esencialmente panteísta, espiritualista, místico y ocultista. Casi no precisa el probarlo. Leed las obras de Tolstoy y Gorki, y veréis en ellas esas grandes ideas que hoy nutren e inspiran la mentalidad colectiva rusa.
“Sólo el panteísmo, el espiritualismo y el misticismo sabiamente ocultado por súper-hombres iniciados podían dar por resultado el hermoso y viril movimiento del pueblo ruso, y sólo el pueblo ruso podía someterse a la sana, hermosa y benéfica sinarquía trinitaria de los hierofantes iniciados. En el resto de Europa esto era imposible. Las masas de neófitos profanos han perdido la fe, y con la fe, la ciencia; y los sacerdotes, laicos o no, han perdido la razón, y con ella, la conciencia. Como en la India moderna, los sacerdotes, al prostituirse, han prostituido al pueblo; así en el resto de Europa, los sacerdotes, con hábitos o no, han matado las buenas condiciones de los pueblos. Tolstoy, Gorki, Turguenieff, Herren, Bakunine, Ogarioff, Kavilin, Dostoyuski, Grigorovich, Ostrousky, Nekrosoff, Kropotkin y Ruskin, nunca engañaron al pueblo ruso; en cambio, de nuestros grandes hombres del resto de Europa, ¿cuántas otras cosas no pueden decirse?
“En la religión, más que en ninguna otra cosa, hoy hay que ocultar la verdad a la masa imbécil del populacho, y al decir populacho, conste que no me refiero a las clases desheredadas de la fortuna, sino a esa inmensa legión de egos elementales que pertenecen a todas las castas y a todas las sectas. Lo mismo puede haber egos elementales de planos inferiores en los regios salones de un palacio que en el modesto recinto de una choza. Sólo los egos superiores, pertenezcan a la clase que pertenezcan, pueden conocer la verdad religiosa. Y no se me diga que Cristo dijo: Que la luz debía colocarse en el candelero y no bajo el celemín, porque si Cristo dijo eso, también dijo que no deben echarse margaritas a puercos para que las devoren, y que al que tiene, le será dado más, pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Bien claros están estos versículos y más clara la razón de ellos: con que elijan los que quieren la difusión de la luz. El populacho (ya saben mis lectores el sentido que doy a esta palabra) no puede conocer más que lo que debe conocer, pues todo es determinado en la Naturaleza y en la sociedad. ¿Quién es quien debe dar u ocultar la verdad? Los sacerdotes súper-hombres. Esto es lo que pasa en Rusia; pero sólo en Rusia.”
Aún es pronto, sin embargo, para juzgar acerca de la revolución rusa. Su origen germanófilo; sus crímenes y su resistencia a informar en la Conferencia de la Paz, la condenan a nuestro juicio; pero un contenido extraño late en ella cual latía tras los horrores de la Revolución francesa, sin duda, como parece presentir el articulista. No hay que olvidar, en efecto, las estrechas concomitancias observadas siempre entre la reacción y la anarquía. Como dice en diferentes lugares H. P. B., el nihilismo ruso, el fenianismo irlandés y tantas otras organizaciones anárquicas, semejantes a las que pretenden conmover al mundo para hacer estériles los frutos de la paz, son eminentemente reaccionarias, pues nunca van contra la reacción religiosa, sino que, haciendo caso omiso de ésta, diríase que preparan con sus excesos las regresiones dictatoriales de las que la Historia nos guarda tantos ejemplos, uno de los más elocuentes, el de Napoleón tras la Revolución francesa, pues siempre será verdad aquello de en el medio está la virtud, como lo está la Justicia en el fiel de la simbólica Balanza o Tau, no en los dos platillos que son iguales y se taran respectivamente con pesos muertos que perturban al dicho fiel, llevándole como un péndulo a derecha e izquierda de su posición de equilibrio.
* * *
Volviendo al estudio del karma individual o colectivo, que es el tema principal del relato que comentamos, diremos que otro caso de karma dinástico es el contenido en la siguiente crónica que, fieles a nuestra intención de evitar apreciaciones personales nuestras en problemas de índole tan subjetiva, tomamos de Lumen, revista filosófica, de Tarrasa (1), bajo el título de “Una maldición”:
“Pocos años después de la coronación del emperador Francisco José -dice- se preparó, en las provincias italianas que dependían entonces de Austria, una vasta conspiración, que fue pronto y severamente sofocada, gracias a la energía que desplegó el Monarca austro-húngaro. Entre los prisioneros italianos había gran cantidad de jóvenes, a quienes la Historia denomina “los mártires de Belfford”, pertenecientes a las mejores familias. Después de un corto y oscuro proceso, el Tribunal militar los condenó a muerte. Honda pena y gran estupor causó esto en Italia. Reuniéronse muchas damas de la aristocracia de Mantua y -encabezadas por la ilustre Condesa de Arrivabene- decidieron trasladarse a Viena a implorar gracia para los delincuentes.
“Llegadas a la capital del Imperio, solicitaron una audiencia de la emperatriz Elisabeth. En aquellos tiempos -mediados del siglo pasado- no existía el telégrafo ni ninguno de los rápidos medios de comunicación de que disponemos actualmente. Fácil será comprender, por lo tanto, la angustia de las damas italianas, sabiendo que era cuestión de muy poco tiempo la salvación o perdición de sus jóvenes compatriotas. Durante seis días esperaron en vano una respuesta de la Emperatriz. Al final del sexto se realizó la tan esperada audiencia. La Condesa de Arrivabene -arrodillada ante la Emperatriz- habló en nombre de las madres italianas, y suplicó gracia para aquellos muchachos que habían cometido el crimen de querer ser libres. Era la majestad del derecho materno ante la majestad del derecho divino. La Emperatriz sonreía dulcemente, y -al terminar la Condesa de hacer su exposición- murmuró con voz suave:
-Señora: las personas para quienes imploráis gracia… han muerto.
Al escuchar esas palabras, la Condesa se puso en pie, y -con voz reposadamente trágica- exclamó:
-Señora: en nombre de todas las madres de Italia, ¡maldita sea la casa de Hausburgo! (1).
“Hay ciertos hechos, continúa el articulista, cuya explicación parece estar vedada a la razón humana: sólo la fantasía suele entrever misteriosas correlaciones entre pequeñas causas y grandes efectos, independientes, al parecer, de aquéllas. Nosotros estamos libres del yugo de la superstición y sonreímos ante el temor del vulgo a las maldiciones. Con todo… la extraña brutalidad de los acontecimientos nos obliga a veces a detener el pensamiento frente a los sucesos que estamos habituados a llamar Acaso o Fatalidad…
“Hace pocos años, en efecto, el mundo político fue conmovido por la noticia del asesinato de los príncipes herederos del trono de Austria-Hungría. Si leemos la historia contemporánea de ese Imperio, quedamos perplejos ante las desventuras que parecen ensañarse con la casa de Hausburgo, que desde tanto tiempo está en el poder.
“Después de sofocada la conspiración italiana, emprendió Austria la desastrosa invasión a Méjico, en 1864. Maximiliano, hermano del Emperador Francisco José, fue coronado emperador, pero tres años después, vencido y hecho prisionero, era fusilado en Querétaro.
“La princesa Carlota -esposa de Maximiliano- murió loca.
“Rodolfo, hijo de Francisco José y de Elisabeth, fue misteriosamente asesinado en Mayerling.
“El archiduque Salvador -hijo de Leopoldo II-, también de la casa de Hausburgo, tomó en 1889 el nombre de Juan Orth, y desde 1891, no se supo más de él.
“La duquesa de Alencon -hermana de la emperatriz Elisabeth- pereció quemada viva en el incendio del Bazar de Caridad, en París. Poco después, la misma Elisabeth -en cuyos oídos resonó la maldición de la Condesa de Arrivabene- pereció bajo el puñal de Luchessi, en Génova.
“Difícil sería enumerar todas las otras desgracias que han caído sobre la casa Hausburgo. Bástenos decir que muchos de los miembros que no han encontrado una muerte trágica, han sido víctimas de largas y crueles dolencias. Por último, ¿quién no imagina el horrible sufrimiento del Emperador, jefe de la casa maldecida, al ver caer en derredor suyo tantos seres queridos? Diríase que un verdugo invisible los va asesinando moralmente, inexorablemente, lentamente.”
He aquí, en fin, más pruebas de Extraños destinos familiares, según vemos en la misma publicación, y cuya lista podría ampliarse.
Nadie ignora las persecuciones de que han sido objeto en América algunos trusts, entre los que se encuentra el trust del azúcar.
Ahora bien: Mr. Gustavo E. Kissel, que formó parte durante varios años del trust del azúcar, en calidad de agente financiero secreto, murió en el hospital presbiteriano de Nueva York.
El hecho, vulgar en sí, adquiere un interés enteramente particular si se considera que marca el punto culminante de una sucesión de escándalos políticos y financieros y de muertes violentas que se relacionan con la existencia del célebre trust.
En efecto; en el curso de los últimos cinco años, o sea desde el día en que sus operaciones se hicieron públicas, siete individuos que habían pertenecido a dicha organización han muerto súbitamente o se han suicidado. Ellos son:
Mister Henry O. Hovemeyer, fallecido súbitamente;
Mister H. K. Pomeroy, fallecido súbitamente;
Mister Michael Cordoza, fallecido súbitamente;
Mister Nothan Guildford, fallecido súbitamente;
Mister Frank Hipple, suicidado.
Mister George F. Graham, suicidado.
A esta fúnebre lista hay que agregar el nombre de Clara Bloodgood, que se suicidó en Baltimore, hace dos años, cuyo primer marido pertenecía a la familia Hovemeyer.
Esta familia ha sido, por lo demás, particularmente probada; porque, fuera de la muerte de Mr. Henry Hovemeyer y del suicidio de Clara Bloodgood, otros siete miembros de ella han sido víctimas de la fatalidad. Que cada uno de nosotros repase en su memoria la lista de tantos como han abusado impíamente de la Humanidad y los hallará al fin castigados pro el karma o Ley de Justicia de las Esferas.
Un caso de karma entre mil que los lectores recordarán en sus propias vidas, veo hoy en un diario chileno:
“Don Amadeo P…., propietario de los alrededores de la aldea Pichidegua (Santiago de Chile), falleció el día 7 del pasado mes de Marzo, después de cinco años de penosa enfermedad. De carácter irascible y misántropo, era mal querido de sus vecinos. En un arrebato de cólera había prendido fuego a la casa de una pobre familia, dejando a ésta sin hogar. En otra ocasión incendió también otra vivienda de infelices campesinos. Estos punibles delitos quedaron sin castigo, como sucede muchas veces cuando el que los comete es hombre rico y el agraviado no tiene bienes de fortuna. Llegó, empero, el momento de la expiación. El señor P. cayó enfermo, y, durante los cinco años que precedieron a su muerte y que pasó en cama, fue víctima de extrañas alucinaciones. Creía verse a cada instante rodeado de llamas, y llamaba a gritos a sus sirvientes para que apagasen el fuego que consumía su casa. Despertaba con frecuencia en las altas horas de la noche, sintiéndose -según decía- sofocado por el humo que invadía su aposento. Esta singular obsesión persistió durante los cinco años que duró la enfermedad que lo llevó hace pocos días al sepulcro.- J. R. Ballesteros.”
Con cargo a la inacabable lista kármica de los suicidios misteriosos, póngase el siguiente, de hace bien poco tiempo:
“Hace algunas semanas, Mauricio Sasportes, número 1 de la Escuela Politécnica, se suicidó en Alger, a consecuencia de una reprimenda que le dirigió su padre. Este último, Judas Sasportes, fue presa de gran remordimiento, y se suicidó ayer. La familia del suicida telegrafió el fatal acontecimiento a Elías Sasportes, ingeniero de artillería naval con el grado de comandante, que se hallaba de guarnición en Tolón; y Elías anunció que se ponía en camino y tomó pasaje ayer en Marsella, a bordo del Maréchal-Bugeaud, que se hacía a la mar para Alger. Un radiotelegrama expedido al mediodía de hoy por el capitán de a bordo, anunciaba que un pasajero de primera clase se había suicidado durante la travesía y éste era Elías Sasportes, el hermano de Judas y el tío de Mauricio. Al embarcarse en Marsella parecía abrumado por el dolor. Durante la primera parte de la travesía, habló poco; mientras la cena reconoció a uno de sus camaradas de promoción, y después de conversar un buen rato con él, le dio cuenta de sus pesares. Esta mañana, a eso de las siete, el camarero le preguntó si quería desayunarse, y Elías le contestó que no tenía apetito. A las nueve volvió el camarero a ponerse a las órdenes del pasajero, y advirtió que éste se había ahorcado, colgándose del cuello, por medio de una correa, del soporte de las cortinillas de las literas.”
Tal es la noticia lúgubre que da Le Journal.
No es cosa nueva; pues harto se sabe que como hay familias de artistas, de locos y de degenerados, así las hay de suicidas; pero ello no obsta para que en unos y otros casos se ofrezca a nuestra reflexión el mismo interrogante.
¿Por qué esa especie de fatalidad que pesa sobre determinadas personas, arrastrándolas invenciblemente por fatales derroteros?
Ha poco publicaba Lumen un artículo titulado “La hora fatal”, en el que daba cuenta de una familia que se extinguió a la misma hora, aunque en años diferentes; hoy recogemos la noticia que antecede, que participa también la extinción de otra familia, de una idéntica manera. De “coincidencias” parecidas pudieran citarse a granel los casos. Una fatalidad igual entraña la siguiente noticia que leemos en la Prensa:
“Málaga, 24 de Mayo.- El contratista de las obras del cementerio, que anteanoche asesinó al conserje del mismo e hirió gravemente al capellán, se ha suicidado esta madrugada en el calabozo de la cárcel. Para llevar a efecto su resolución hizo tiras las sábanas, formando una cuerda que ató a los hierros de la reja, dejándose colgar al exterior después de pasar un nudo corredizo por su garganta.
Cuando el vigilante lo advirtió ya estaba ahorcado.
Se comenta el trágico suceso, que ha tenido idéntico epílogo que el ocurrido hace dos años en el cementerio de San Rafael, donde el conserje asesinó también al capellán, ahorcándose después en la prisión.”
¿Puede esto atribuirse al azar, o hay que ver en ello el cumplimiento de una ley, la ley kármica de los teósofos? Nosotros nos inclinamos por lo último.
No. El azar, la casualidad no existe más que en nuestro ignorante escepticismo. Todo en el Universo es Juego de Causas cuyo organismo no llegamos a abarcar, y hay por encima de nuestras cabezas pecadoras una Ley de Justicia Trascendente que determina una reacción fatal a cada una de nuestras libres acciones, para el bien como para el mal. El simbólico Dios-Karma de Oriente, no es pues sino esa sublime y absoluta Ley que empezó al manifestarse una vez más la Divinidad Abstracta emanando de Sí al Universo y que no terminará sino con el último día de los tiempos en el que todo lo manifestado sea reabsorbido en el Seno de lo Absoluto de donde emanó.
* * *
En cuanto al procedimiento, en fin, empleado por el shamano, del relato que comentamos, véase cómo, por el hipnotismo, se descubre a los criminales en Abisinia, según una revista italiana:
“El ingeniero Ilg, ministro de Negocios extranjeros del emperador Menelik, ha dado a Neue Züricher Zeitung, en una entrevista que con el director de este periódico ha tenido, muy interesantes detalles acerca de los hechiceros lobasha, los encargados de descubrir a los criminales en Abisinia. Los lobasha son niños de doce años a lo más, a quienes se sume en estado hipnótico, para que, dentro de él, descubran a los criminales que permanecen ignorados (1).
“Ilg habla de muchos casos casi increíbles, en los que se han descubierto a verdaderos criminales, no conocidos de persona alguna. En un caso de incendio voluntario en Addis-Abeba, el lobasha fue llevado al lugar del siniestro. Se le dio a beber una copa de leche en la que se había escanciado un poco de polvo verde y se le hizo fumar una pipa de tabaco mezclado con un cierto polvo negro. El niño cayó en estado hipnótico. Al cabo de algunos minutos se irguió y se puso en marcha hacia Harrar. Estuvo andando diez y seis horas sin detenerse ni revelar fatiga: los propios andarines de profesión no pudieron seguirle. Una vez en Harrar, el lobasha abandonó bruscamente el poblado y se dirigió a un campo. Allí estaba un galla trabajando la tierra. Llegó el sortílego, tocóle la mano, y el galla confesó su crimen.
“Otro caso, personalmente examinado por el emperador Menelik y por el ingeniero Ilg, fue el de un asesinato seguido de robo, cometido cerca de Addis-Abeba. El lobasha fue conducido al lugar del crimen y colocado en un estado psíquico especial. De pronto se irguió, corrió de una a otra parte durante algún tiempo, y por último se dirigió a Addis-Abeba, penetró en una iglesia, salió de ella para entrar en otra, y despertó al ir a cruzar un regato (¿se rompería el encantamiento?) En vista de este resultado, se hipnotizó de nuevo al niño, y éste reanudó sus pesquisas, entrando y saliendo de varias casas, hasta quedar parado a la puerta de una de ellas, en la que despertó de súbito. El propietario de la casa estaba ausente y se aguardó su regreso. Enterado del objeto de la visita, negó al principio su crimen, pero habiéndosele hallado en la habitación algunos objetos que pertenecieron a la víctima, acabó por confesar su delito.
“El culpable fue llevado ante Menelik, quien le exigió explicara qué había hecho después de cometer el crimen. Entonces se vio claro que sus actos correspondían con las peregrinaciones del lobasha. Dijo que, presa por el remordimiento, había penetrado en dos iglesias, una tras otra; que luego se había lavado en una corriente de agua, y que, por último, se había metido en casa. Menelik quiso otro día obtener una nueva prueba de las facultades de los lobasha. Guardó en su lecho algunos dijes pertenecientes a la Emperatriz, y fue a buscar uno de los hechiceros sumiéndole en el sueño hipnótico. El hechicero se dirigió corriendo como una flecha a los departamentos de la Emperatriz, luego entró en los de Menelik, de aquí pasó a distintas estancias, y por último fue a reclinarse sobre el lecho del propio Emperador. Era lo mismo que Menelik había ejecutado.
“Ilg no explica el porqué de este don maravilloso, que parece ser patrimonio de esta tribu, o mejor, de una raza especial, cuyos miembros están desparramados por toda Abisinia. Recuérdese que un sistema parecido tenían los egipcios de hace cuatro mil años para descubrir a sus criminales.” En realidad, no se conoce a otros que a los egipcios de hace cuarenta siglos que hayan practicado esta especie de adivinación, hoy reproducida experimentalmente por Pikmann y algunos otros “leedores del pensamiento”.
“El conocido antropólogo Tylor, y el misionero Rowley hablan de otras tribus del centro del África en las que también hay lobashas que obran de un modo poco diferente a los de Etiopía. Algo semejante sucede en el Tíbet, donde el lama se sirve de una pequeña mesa, sobre la que pone sus manos, para que aquélla le guíe adonde se encuentre el criminal. El ruso Tscherpanoff, entre otros, ha dado una reseña detallada de uno de estos hechos, del que fue testigo presencial. John Bell había dicho, a principios del siglo XVIII, que ese sistema estaba en uso en Asia, sólo que, en el caso por él referido, el lama se sirvió de un banco de madera, y no de una mesa. En Ceilán no se sirven de banco ni de mesa, sino de una nuez de coco. Los éxitos de Joaquín Aymar, que en el Delfinado y en Lyon, a fines del siglo XVIII, descubría a los criminales por medio de la varita mágica, son hechos sobrado conocidos para que tengan que referirse. Y en nuestros días no faltan sonámbulos que serían capaces de hacer lo propio, si la docta superstición contra los fenómenos supranormales, y el haberse entregado la mayor parte de tales sujetos a vicios y corruptelas diversas, no dieran al traste con todo buen propósito, haciendo casi imposible todo conato de ensayo.”
* * *
Una dama de México envió a la revista Lumen la narración siguiente:
“Mi hermano tenía en el Yucatán, cerca de Mérida, en donde acostumbraba pasar algunas temporadas, un establecimiento agrícola confiado a la dirección de un capataz. Un día de los en que se encontraba allí se sintió gravemente indispuesto y me mandó a llamar, así como a mi marido y a nuestro hermano Pedro. Viendo su fin próximo, nos designó un cajón de su mesa-despacho, donde hallaríamos su testamento, su dinero y las joyas de familia. Cuando volvimos a verle al día siguiente, nos enteramos de que había muerto durante la noche. Pedro, a quien el difunto había constituido en su ejecutor testamentario, se fue al escritorio y abrió el consabido cajón para poner a recaudo su contenido, y lo halló completamente vacío. Como ningún extraño pudo haber estado allí, se llamó al capataz y a su esposa para interrogarles. Ambos afirmaron que ignoraban por completo el paradero de los objetos porque se les preguntaba. Pedro les dijo entonces:
-¿Juraríais en presencia del cadáver de vuestro amo lo que acabáis de jurar aquí?
-Lo juraríamos.
Hecha la prueba, juraron, en efecto, no saber nada de lo que motivaba la pesquisa; pero, apenas hubieron jurado, palidecieron y tuvieron que apoyarse contra la pared. Acababan de ver a su amo erguido, con los brazos cruzados sobre el pecho y lanzándoles una mirada de fuego junto al lecho donde yacía el cadáver.
-¿Lo veis? -exclamó Pedro-; ¡es vuestro propio amo quien os acusa!
Aterrorizado el capataz, se echó de rodillas e indicó dónde había ocultado los objetos.
En el instante se desvaneció la aparición.”
El conocidísimo drama del Duque de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino, es una excelente pintura del terrible poder de la Fatalidad, cuando el karma de la persona ha cristalizado ya, haciéndose inexorable.
Tras la tragedia que acabó con el poderoso Imperio inca, en la que fueron sucesiva y kármicamente asesinados el príncipe Huáscar por su hermano el inca Atahualpa, éste por Pizarro, Pizarro por Almagro, Almagro por los partidarios de Pizarro, etc., etc., viene estotra tragedia del gallardo y valeroso Don Álvaro, a quien el hado persigue del modo más cruel, acaso por su materna sangre inca; acaso porque en brazos del amor descuidó el deber de redimir a sus padres…
Recordemos sumariamente el argumento de la obra del Duque de Rivas.
El Virrey del Perú, en su ansia de grandezas, pretende hacerse coronar Emperador de los incas, casándose con la última heredera del tal linaje; pero, sorprendida la conspiración, es encarcelado el matrimonio por orden del Rey Felipe. En el cautiverio nace aquel Don Álvaro, quien, llegado a la juventud, pasa a España para gestionar el indulto de la prisión perpetua en la que gimen sus padres. Llega a Sevilla, y se enamora de Leonor de Vargas, hija del Marqués de Calatrava. El prócer se opone a este amor porque teme que el galán no sea sino un advenedizo indigno de enlazar con sus blasones. Los amantes, entonces, preparan la fuga para celebrar en el acto sus desposorios; pero en el momento de ir a realizar ésta, se ven sorprendidos por el Marqués, ante quien se desarrolla una escena parecida a la del Tenorio con el Comendador en el también célebre drama de Zorrilla.
Don Álvaro se quiere entregar inerme a la discreción del Marqués para que le castigue a su albedrío; pero en el momento de arrojar la pistola con la que se defendiera, se dispara ésta al caer sobre la mesa, y el tiro hiere al Marqués, quien al morir maldice a su hija…
En la jornada segunda aparece un figón de Hornachuelos, villa inmediata al aislado y célebre Monasterio de los Ángeles. Al figón ha llegado disfrazada Leonor, la infeliz amante, quien trata de buscar un retiro en las fragosidades entre las que se asienta el Monasterio. El guardián de éste la recibe paternalmente y la conduce a una solitaria ermita vecina al convento de los Ángeles y antes ocupada por otra santa penitente. Allí queda, pues, confinada Doña Leonor, sin que persona alguna pueda llegar a aquel retiro, bajo pena de excomunión. Diariamente se le lleva la frugal comida, y sólo puede hacer sonar la campanita en caso de suprema necesidad. ¿Quién pensaría que hasta allí mismo la había de perseguir el hado fatal?
Y, sin embargo, al cabo de dos años de horrible penitencia, el karma llega hasta allí. Es el caso, en efecto, que Don Carlos de Vargas, hermano de Leonor, se ha lanzado en persecución del involuntario asesino de su padre y supuesto deshonrador de su hermana. Don Álvaro, lleno de desesperación ante su sino, se ha marchado entretanto, para hacerse matar en las guerras de Italia, bajo un nombre fingido. Tras de él llega Don Carlos, y quiere el hado que entrambos rivales, sin conocerse, se salven recíprocamente la vida. Pero la fatalidad hace, al fin que, apenas convalecido Don Álvaro bajo los solícitos cuidados de Don Carlos, su salvador, éste averigüe casualmente por un retrato que cae de la maleta de Don Álvaro, que éste no es sino el hombre a quien busca para matarle. Inútiles son las razones que éste emplea para protestar de su inocencia y pureza de intención. Ciego Don Carlos pro el prejuicio de la época, desafía a Don Álvaro y es muerto por él.
Horrorizado Don Álvaro ante su concatenada desgracia, no puede más y se retira a un convento. ¡La fatalidad le trae así, por la mano, al propio convento de los Ángeles, cerca del cual vegeta en santa soledad, desde hace años, y sin ser conocida de nadie más que del Padre Guardián, Leonor, el amor de sus amores!
Pero aún hay más. Don Álvaro, después de llevar varios años de vida ejemplar en el convento, recibe cierto día una extraña visita: ¡Nada menos que la de Don Alfonso, el otro hermano de Doña Leonor, quien, sabedor, al fin, del retiro de Don Álvaro, después de haberle buscado inútilmente en Italia y América, viene a matarle aun en su retiro mismo!
Ocurre entonces una tremenda escena entre los dos. Don Álvaro, santificado por la vida monástica, trata en vano de rechazar la espantosa tentación, pero el sino vence una vez más. Sin dejar sus hábitos, Don Álvaro se lanza fuera del monasterio y en horrible anochecer de tempestad, hiere de muerte a Don Alfonso, igual que antes al padre y al hermano. El moribundo pide confesión, y a Don Álvaro, por considerarse en pecado mortal, no se le ocurre otra cosa mejor que llamar al que él cree solitario y santo varón en su retiro, junto a cuyo cercado se han batido, para que le absuelva a aquél. ¡Cuál no sería, pues, su espanto al encontrarse con que el presunto asceta no es sino su Leonor, horriblemente desfigurada por sus años de aislamiento! Leonor reconoce a su hermano; llega a socorrerle amorosa, pero éste, al reconocerla, en un supremo esfuerzo, le clava su puñal vengador, cayendo juntos los dos en el seno de la muerte, mientras que Don Álvaro, juguete de tan concatenada serie de desdichas, se precipita en el abismo, concluyendo con ello aquí abajo aquel funesto influjo de la fatalidad inexorable…
Al hermoso drama del Duque de Rivas sólo cabe hacer un comentario relacionado con el tema de este epígrafe: cierto que se trata de una concepción poética, pero, ¿no acontecen también casos tales en la vida? ¿No hay familias en la Historia de bien funesto destino? La pregunta contestada quede con los pasajes transcriptos al principio y que el estudio de karma en la Historia y la experiencia particular de cada uno de los lectores podría ampliar sin duda alguna. En la literatura griega, además, tenemos otro monumento de terrible karma en la célebre tragedia de los Átridas y otras cuyo argumento también deberíamos reproducir aquí.
Hagamos ya punto final en estas sugestivas materias, tras las que están todas las Religiones, todo el Derecho y toda la Psicología. Ellas, por sí solas, merecerían una biblioteca, con libros cuyas páginas no serían otras que las de nuestras respectivas experiencias a lo largo de la vida; ¡esa panoplia valiosísima tomada por todas las armas que nos han herido, como alguien ha dicho!
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